Con una pluma de cálamo partido, el hombre
desguarnecido
se
defiende, polvo en agua desleído, tinta viscosa
surgida
de su frente.
Es
una pluma solamente, y la blanca superficie en flecha, en daga
la
convierte; la palabra que perfilo es un ciprés
lanzado
contra el cielo, para desaguar sus rebosantes recipientes.
Recoge
rayos el sol, envaina su soberbia, retrocede
y
huye ante ejércitos de nubes
embutidas
en armaduras prietas, amazonas sobre
corceles
infernales que hostigan una cólera densa.
Llueve
la negrura que tizna el horizonte, los confines
se
diluyen en gris oscurecido, se agita el dios de la borrasca
y parpadea resplandores, visos perversos
que
lejanías agigantan, cristales transitados por gotas laterales
en
una tarde de verano bien bastarda.
Van
siendo las seis y el campamento
-levantado
en el seco álveo de un torrente- en círculos
de
piedra aviva el fuego, y con la tranquilidad de quien
ignora los peligros, apura faenas diferidas
por el breve asueto
o
desata recuerdos de los tiempos idos.
Planchas
de hojalata forman techos y paredes,
cascotes
de algún derribo, tablas rotas, frágil refugio
destinado
a expulsar a la intemperie.
El
viento lo avisa, un olor a crisantemo marchito
viene
del Norte cargado de presagios: se han callado los grillos
y
los inquietos gorriones revolotean en círculo.
Presto
el altar, la ofrenda desconoce los designios;
procesiones
de
nubes llegan al lugar de los hechos, siguiendo
el
orden inmutable del aviso.
Las
temperaturas elevadas, carentes de paciencia,
perforan
la colina de los vientos;
los
indómitos valles desdibujados centellean, y desde lo alto
de
las nubes altas, ordenadamente se dispone la tragedia.
Descubre
el ojo torvo en solitaria cabalgada, el temor oculto
de
los campos a las ingratas sementeras;
por doquier el mal augurio,
por doquier la herida abierta, por doquier la
muerte presentida,
insospechada
y, sin embargo, manifiesta.
Urgidas
galopadas de las piernas, la primera gota inaugura
el
desconcierto, cauta avanzadilla de sus compañeras,
las
que ocultan el sol agazapadas, esperando instrucciones más concretas.
Son
millones,
y
una sola es vida en el desierto, añadidura del mar no desbordado;
una
gota no es peligro, ni diez juntas, ni mil veces un vaso.
Con
cuatro nubes enconadas se forma una tormenta,
tres
tormentas caben en un valle, son tres los valles
convergentes,
y treinta y seis
las
nubes que acumula la gran nube resultante.
Por
allá resopla la galerna,
toneladas
de agua, millones de metros cúbicos,
una
fortuna si se reparte en el lugar de la carencia: tierra reseca
y cuarteada, balbuciente agricultura,
fréjoles,
tubérculos, hierba agostada y mustia,
alimento
que salva de la muerte salvando de la hambruna.
Apedrean
las nubes con oro la puna y la sabana,
cientos
de millones de onzas, pasto para un millón de vacas.
¡Agua
va!, y las treinta y seis nubes, y la nube total,
el
universo entero, las líquidas esferas, abren
las
compuertas y en menos de una hora
cae con destructor impulso el agua de todos
los planetas.
Los
pies no encuentran suelo,
se
disuelve la tierra, todo es líquido, y su fuerza
de
arrastre, arrastra rodando y rodando las piedras.
Las
ramas se desgajan de los árboles,
se
tronchan los tallos de las plantas, el dios de la muerte
exige
un centenar de víctimas y el dolor
de
las supervivencias desgarradas.
Hay
familias abajo, personas de todas las edades, borbotones
de
ternura, animales, enseres, útiles de pesca,
aperos
de labranza, amor a la Naturaleza inmensurable.
Se
vuelve contra el hombre el ajuar diario,
arrasa
arrasado y es espada; es martillo, es estaca, es mazo;
es
hacha violenta, es hiriente navaja.
Resisten
los valientes derrochado brío,
agonizan
tratando de remediar el abandono,
alentando
a los vivos y a los muertos.
Huyen
los cobardes y se salvan solos.
Trócase
la tierra en pegajoso limo, los leños y las piedras
se
hacen presa, sujeción de mares bien nutridos;
y
en el momento que la fatalidad elige,
suelta
el incontenible contenido.
Exaltados
relinchos de caballo
de
las gargantas escapan fugitivos; los bramidos
de
toro ensangrentado, y los conmovedores gritos
expresan
el abatimiento compartido.
Es
abrumadora la impotencia, y tras el momento eterno
que
dura la congoja, ultrajan los heridos
a
quien ha dictado la sentencia.
La
muerte forma manojos con los cuerpos:
manos asidas a los brazos, brazos aferrados a
los cuellos,
cuellos
unidos a los labios y los labios
mordiendo a la vida el amor enamorado.
Troncos
abiertos en canal
se
hacen cimientos, y soportan el peso
de
los muros derribados, de los precipitados techos.
Las
astillas, incisivas como alfanjes,
y
los árboles arrancados de cuajo, son
armas para el descomunal
gigante que vomita el agua de los siete mares
sobre
el insignificante hormiguero humano
acostumbrado al abuso de lo grande.
Cuando
el cielo aclara su color y el temporal amaina,
ofreciendo
evidencias quedan los despojos: cabezas aplastadas
por
piedras inocentes, extremidades presas bajo escombros,
vientres
hinchados sobre desnutridos vientres, cuerpos
oprimidos
rebozados en el lodo.
El
lodo, el lodo, el lodo;
el
lodo desprende de su seno improvisado,
la
expectativa de encontrar algún respiro, y el hedor
de
los restos putrefactos.
Los
cadáveres preferidos por el agua,
son
arrastrados río abajo, hasta el delta que acoge
en
la ensenada, el barro y la madera, los
cantos rodados.
La
tierra amanece devastada: la batalla despareja
-sólo
un bando- ha dejado un esplendor corito,
cubierto por miembros
descarnados,
de imposible retorno a los caminos.
En
el cauce yermo de las vacías torrenteras, en los meandros
de
los ríos secos, levantan los parias de
la tierra,
sus
pobres campamentos, sus frágiles viviendas.
PsdeJ
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