02/11/2014

Le petit déluge (Poema de Pedro Sevylla de Juana)


Con una pluma de cálamo partido, el hombre desguarnecido
se defiende, polvo en agua desleído, tinta viscosa
surgida de su frente. 
Es una pluma solamente, y la blanca superficie en flecha, en daga
la convierte; la palabra que perfilo es un ciprés
lanzado contra el cielo, para desaguar sus rebosantes recipientes.

Recoge rayos el sol, envaina su soberbia, retrocede
y huye ante ejércitos de nubes
embutidas en armaduras prietas, amazonas sobre
corceles infernales que hostigan una cólera densa. 
Llueve la negrura que tizna el horizonte, los confines
se diluyen en gris oscurecido, se agita el dios de la borrasca
 y parpadea resplandores, visos perversos
que lejanías agigantan, cristales transitados por gotas laterales
en una tarde de verano bien bastarda. 

Van siendo las seis y el campamento
-levantado en el seco álveo de un torrente- en círculos
de piedra aviva el fuego, y con la tranquilidad de quien
 ignora los peligros, apura faenas diferidas por el breve asueto
o desata recuerdos de los tiempos idos. 
Planchas de hojalata forman techos y paredes, 
cascotes de algún derribo, tablas rotas, frágil refugio
destinado a expulsar a la intemperie. 

El viento lo avisa, un olor a crisantemo marchito
viene del Norte cargado de presagios: se han callado los grillos
y los inquietos gorriones revolotean en círculo.  
Presto el altar, la ofrenda desconoce los designios;  procesiones
de nubes llegan al lugar de los hechos, siguiendo
el orden inmutable del aviso.  
Las temperaturas elevadas, carentes de paciencia,
perforan la colina de los vientos;
los indómitos valles desdibujados centellean, y desde lo alto
de las nubes altas, ordenadamente se dispone la tragedia. 

Descubre el ojo torvo en solitaria cabalgada, el temor oculto
de los campos a las ingratas sementeras;  por doquier el mal augurio,
 por doquier la herida abierta, por doquier la muerte presentida,
insospechada y, sin embargo, manifiesta. 
Urgidas galopadas de las piernas, la primera gota inaugura
el desconcierto, cauta avanzadilla de sus compañeras,
las que ocultan el sol agazapadas, esperando instrucciones más concretas. 
Son millones,
y una sola es vida en el desierto, añadidura del mar no desbordado;
una gota no es peligro, ni diez juntas, ni mil veces un vaso. 
Con cuatro nubes enconadas se forma una tormenta,
tres tormentas caben en un valle, son tres los valles
convergentes, y treinta y seis
las nubes que acumula la gran nube resultante. 

Por allá resopla la galerna,
toneladas de agua, millones de metros cúbicos, 
una fortuna si se reparte en el lugar de la carencia: tierra reseca
 y cuarteada, balbuciente agricultura,
fréjoles, tubérculos, hierba agostada y mustia, 
alimento que salva de la muerte salvando de la hambruna.  
Apedrean las nubes con oro la puna y la sabana,
cientos de millones de onzas, pasto para un millón de vacas. 
¡Agua va!, y las treinta y seis nubes, y la nube total,
el universo entero, las líquidas esferas, abren
las compuertas y en menos de una hora
 cae con destructor impulso el agua de todos los planetas.

Los pies no encuentran suelo,
se disuelve la tierra, todo es líquido, y su fuerza
de arrastre, arrastra rodando y rodando las piedras.  
Las ramas se desgajan de los árboles,
se tronchan los tallos de las plantas, el dios de la muerte
exige un centenar de víctimas y el dolor
de las supervivencias desgarradas. 
Hay familias abajo, personas de todas las edades, borbotones
de ternura, animales, enseres, útiles de pesca,
aperos de labranza, amor a la Naturaleza inmensurable.

Se vuelve contra el hombre el ajuar diario,
arrasa arrasado y es espada; es martillo, es estaca, es mazo;
es hacha violenta, es hiriente navaja. 
Resisten los valientes derrochado brío, 
agonizan tratando de remediar el abandono,
alentando a los vivos y a los muertos.
Huyen los cobardes y se salvan solos. 

Trócase la tierra en pegajoso limo, los leños y las piedras
se hacen presa, sujeción de mares bien nutridos;
y en el momento que la fatalidad elige,
suelta el incontenible contenido. 

Exaltados relinchos de caballo
de las gargantas escapan fugitivos; los bramidos
de toro ensangrentado, y los conmovedores gritos
expresan el abatimiento compartido. 
Es abrumadora la impotencia, y tras el momento eterno
que dura la congoja,  ultrajan los heridos
a quien ha dictado la sentencia. 
La muerte forma manojos con los cuerpos:
 manos asidas a los brazos, brazos aferrados a los cuellos,
cuellos unidos a los labios  y los labios
 mordiendo a la vida el amor enamorado.

Troncos abiertos en canal
se hacen cimientos, y soportan el peso
de los muros derribados, de los precipitados techos.  
Las astillas, incisivas como alfanjes,
y los árboles arrancados de cuajo,  son armas para el descomunal
gigante  que vomita el agua de los siete mares
sobre el insignificante hormiguero humano
 acostumbrado al abuso de lo grande. 
Cuando el cielo aclara su color y el temporal amaina,
ofreciendo evidencias quedan los despojos: cabezas aplastadas
por piedras inocentes, extremidades presas bajo escombros, 
vientres hinchados sobre desnutridos vientres, cuerpos
oprimidos rebozados en el lodo.

El lodo, el lodo, el lodo;
el lodo desprende de su seno improvisado, 
la expectativa de encontrar algún respiro, y el hedor
de los restos putrefactos. 
Los cadáveres preferidos por el agua, 
son arrastrados río abajo, hasta el delta que acoge
en la ensenada,  el barro y la madera, los cantos rodados.  
La tierra amanece devastada: la batalla despareja
-sólo un bando- ha dejado un esplendor corito,  cubierto por miembros
descarnados, de imposible retorno a los caminos. 
En el cauce yermo de las vacías torrenteras, en los meandros
de los ríos secos,  levantan los parias de la tierra, 
sus pobres campamentos, sus frágiles viviendas. 



PsdeJ

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