À
memória de Muqui meu ponto de ancoragem em Brasil
Alcancé Valdepero, un puntito en
el imposible mapa
del Universo infinito,
cuarenta y tres kilómetros
cuadrados
de tierra de labor y pueblo
antiguo:
puerta de la muralla medieval,
doscientas casas
de piedra, adobe y ladrillo
fuentes de San Pedro y la Atalaya,
iglesia, ermita y castillo.
Mi impaciencia nació -mediado
marzo de mil
novecientos cuarenta y seis-
un mes antes de lo considerado
saludable;
y a punto estuve –hola y adiós-
de morir en ese instante.
Aprendí a caminar entre animales
de tiro
y aperos de labranza. En simple
precaución quedó el miedo a las
llamas
danzarinas del hogar,
caño infernal de la estufa,
horno de Florentín: leña del monte
y pan dorándose, territorio de
Canene.
Van pasando los años en reata,
atadas las cabezas a las colas;
y mi entrada en la Casa Grande,
cada día se distancia más del
ahora.
Escalador en la pendiente de la
edad
subo aún,
sin saber cuándo haré cumbre.
Quedo a expensas de los aliados
fieles
que me impulsan en la conquista de
los días:
el deseo de vivir, el optimismo,
ese ejercicio metódico y diario,
la recreación imprecisa del pasado
y las valiosas
medicinas que el médico considera
imprescindibles:
confianza en la humanidad
futura y amor enamorado.
Brisa fresca, ventarrón en
ocasiones, vienen
los nietos buscando mi mano
para llevarme a sus nuevos sitios
viejos,
cambiarme la forma de mirar la
vida y,
algunas veces,
hasta la forma de verla,
ilusionándome.
Sentados en rueda les cuento
Valdepero
y escucho lo que digo
como si fuera uno más de los
oyentes.
Vuelvo a ser infante atendiendo en
mí a mis abuelos:
fuelle de la fragua, carbones
ardientes, hierro al rojo,
yunque soportando martillazos
indebidos;
o par de mulas ignorante
de avanzar arando, sembrando,
segando, acarreando, trillando,
recogiendo la cosecha; verano
ardiente,
avidez del agua en el botijo ya
mediado.
Valdepero, era, les digo y me
digo:
empuje y habilidad: extremidades,
torsos,
cuerpo y mente purriendo, mango
alargado de la horca,
colocando los brazados de nías en
las redes,
varales multiplicadores de la
capacidad
del carro.
Era la fuerza de los brazos y la
espalda,
subiendo ochenta kilos de trigo a
la panera,
sacos de yute, cuatro
cuartos rasos, media carga.
Valdepero era, a mis ojos,
la solidez pétrea de los páramos ásperos,
la debilidad caliza de las laderas grises
enfrentada a la impertérrita erosión,
y la parda fertilidad de la tierra llana
cruzada de arroyos.
Era Valdepero,
el día a día rutinario y las temidas
irregularidades llegadas de improviso.
El temor agobiante y la esperanza
desdeñada, desdeñosa;
trabajo agotador y el complemento
de la economía: pasar con poco, ajustar
las necesidades a la posibilidad,
huir del despilfarro como de la peste;
aquella peste que diezmaba
la población de los corrales, esparciendo
los cadáveres por el camino de Ices
allá en los molederos: pasto de las aves,
insalubre carroña.
(PARTE 2)
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