Las mulas francesas, los machos
burreños y los asnos: actores
secundarios,
compartían cuadra, pesebres
contiguos,
paja de trigo y granos de cebada.
El cerdo, trece arrobas de
compromiso,
engordaba a ojos vistas con
harinas
densas y unos pocos cuidados.
Liebres, raposos, pardales,
tordos,
pigazos, encinas, chopos,
barbechos,
trigales encañados, amapolas,
mielgas
matacandiles de flor amarilla,
cielo azul y blanco:
ahí tenéis mi acuarela, digo
a los nietos: mi dibujo grabado al
fuego,
al ácido sobre la memoria
arrugada.
Confites y bautizos, bodas de tres
días:
la alegría henchía el pecho en
cualquier
ocupación, repitiendo la boca
unas canciones oídas en la radio
de válvulas.
El calendario venía salpicado de
fiestas:
vírgenes y santos, cofradías,
dulzaina,
pasodobles, pasacalles,
meriendas de lechazo, tortas de jerejitos,
Matar la Vieja, celebrando el
hecho de
encontrar vivas un año más a las
ancianas,
y el tan esperado día de las
Rosquillas.
Enmudecieron él órgano de la
iglesia:
hasta callado, hermoso.
Nos quitaron su música abierta
ladrones anónimos, pesadilla
sufrida en mis noches inquietas.
Enseñanza y ejemplo, el bien y el
mal
torcían los caprichos y guiaban el
paso.
Don Roque Mediavilla, el maestro; y el cura don Jesús
Fernández Pinacho, salieron a
despedirme
cuando partía yo hacia el
internado,
tres de octubre 1955, de imposible
olvido.
Colchón sobre el carro de varas,
portaplumas lleno, cartera de
piel, incer-
tidumbre, colegio de la salle,
recelo.
Patio, torreón, dormitorio y
clases:
allí, tiempo y espacio, empezó mi
exilio.
Era, en la reiterada evocación,
Valdepero
un espacio de infranqueables
bordes
un nido protector y protegido
la vida renovándose
en cauces terciados de
contingencias.
Era el desarrollo de destrezas
humildes:
labrar profundos los barbechos,
sembrar evitando la maleza,
roturar
baldíos, comprar tierras,
incrementar
las propiedades para hacer de los
hijos
nuevos labradores, dependientes,
también, del cielo: agua o sequía,
pedrisco, centellas incendiarias;
y la venta del grano a precio
conveniente.
Nostalgia de lo captado por los
sentidos
alerta: sonidos, colores, olores y
sabores,
tactos. Fuerte deseo de llenar el
hueco
que me incompleta y mueve a
completarme:
mi añoranza es esa aspiración de
regresar
a un futuro imposible, y a las
vicisitudes
vividas, vívidas, que se
sucedieron.
Haciendo recuento, sigo relatando,
las realidades aunadas a las
fantasías,
a mis nietos, los cinco que ya
tengo:
Judith, Óscar, Sergio
Adriana María y la pequeña
Naia.
Atardecer de Viernes Santo, Oficio
de Tinieblas, matracas y carracas.
Dos catervas exaltadas coincidían
en el cruce de la calle Rica con
la calle Mayor.
¿A quién buscáis? gritaba una de ellas,
respondiendo la otra: A Jésus.
¿Qué Jesús? El Nazareno.
¡Dadle fuego! Y un infierno sonoro
de golpazos y desgarros disonantes
inundaba la noche que se iba
adueñando de aleros y ventanas.
Junto a los trilleros, que paraban
en casa desde tiempo inmemorial,
personaje admirado fue Julián, el
hojalatero:
componedor de sartenes, cazos y
cazuelas; estañador
con quien partí, invitado yo, su
mendrugo de pan
y su sardina arenque.
Buhoneros, gitanos, quincalleros,
carros de toldo, mulas secas:
trotamundos
en mil rutas repetidas.
Relatos surgidos de su boca que,
al entrar
por mis oídos, poblaban la cabeza
e inquietaban la mente alumbrando
la imaginación despierta.
Uno de los vales de pan -tahona de
Diocle-
para que comieran, tomaba yo de la
caja
de zapatos donde los guardaban mis
padres.
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