16/11/2014

No princípio foi Valdepero (Pedro Sevylla de Juana/ parte 2)

Las mulas francesas, los machos
burreños y los asnos: actores secundarios,
compartían cuadra, pesebres contiguos,
paja de trigo y granos de cebada.
El cerdo, trece arrobas de compromiso,
engordaba a ojos vistas con harinas
densas y unos pocos cuidados.

Liebres, raposos, pardales, tordos,
pigazos, encinas, chopos, barbechos,
trigales encañados, amapolas, mielgas
matacandiles de flor amarilla,
cielo azul y blanco:
ahí tenéis mi acuarela, digo
a los nietos: mi dibujo grabado al fuego,
al ácido sobre la memoria arrugada.

Confites y bautizos, bodas de tres días:
la alegría henchía el pecho en cualquier
ocupación, repitiendo la boca
unas canciones oídas en la radio de válvulas.
El calendario venía salpicado de fiestas:
vírgenes y santos, cofradías, dulzaina,
pasodobles, pasacalles,
meriendas de lechazo, tortas de jerejitos,
Matar la Vieja, celebrando el hecho de
encontrar vivas un año más a las ancianas,
y el tan esperado día de las Rosquillas.

Enmudecieron él órgano de la iglesia:
hasta callado, hermoso.
Nos quitaron su música abierta
ladrones anónimos, pesadilla
sufrida en mis noches inquietas.

Enseñanza y ejemplo, el bien y el mal
torcían los caprichos y guiaban el paso.
Don Roque Mediavilla, el maestro; y el cura don Jesús
Fernández Pinacho, salieron a despedirme
cuando partía yo hacia el internado,
tres de octubre 1955, de imposible olvido.
Colchón sobre el carro de varas,
portaplumas lleno, cartera de piel, incer-
tidumbre, colegio de la salle, recelo.
Patio, torreón, dormitorio y clases:
allí, tiempo y espacio, empezó mi exilio.

Era, en la reiterada evocación, Valdepero
un espacio de infranqueables bordes
un nido protector y protegido
la vida renovándose
en cauces terciados de contingencias.
Era el desarrollo de destrezas humildes:
labrar profundos los barbechos,
sembrar evitando la maleza, roturar
baldíos, comprar tierras, incrementar
las propiedades para hacer de los hijos
nuevos labradores, dependientes,
también, del cielo: agua o sequía,
pedrisco, centellas incendiarias;
y la venta del grano a precio conveniente.

Nostalgia de lo captado por los sentidos
alerta: sonidos, colores, olores y sabores,
tactos. Fuerte deseo de llenar el hueco
que me incompleta y mueve a completarme:
mi añoranza es esa aspiración de regresar
a un futuro imposible, y a las vicisitudes
vividas, vívidas, que se sucedieron.
Haciendo recuento, sigo relatando,
las realidades aunadas a las fantasías,
a mis nietos, los cinco que ya tengo:
Judith, Óscar, Sergio
Adriana María y la pequeña
Naia.

Atardecer de Viernes Santo, Oficio
de Tinieblas, matracas y carracas.
Dos catervas exaltadas coincidían
en el cruce de la calle Rica con
la calle Mayor.
¿A quién buscáis? gritaba una de ellas,
respondiendo la otra: A Jésus.
¿Qué Jesús? El Nazareno.
¡Dadle fuego! Y un infierno sonoro
de golpazos y desgarros disonantes
inundaba la noche que se iba
adueñando de aleros y ventanas.

Junto a los trilleros, que paraban
en casa desde tiempo inmemorial,
personaje admirado fue Julián, el hojalatero:
componedor de sartenes, cazos y cazuelas; estañador
con quien partí, invitado yo, su mendrugo de pan
y su sardina arenque.

Buhoneros, gitanos, quincalleros,
carros de toldo, mulas secas: trotamundos
en mil rutas repetidas.
Relatos surgidos de su boca que, al entrar
por mis oídos, poblaban la cabeza
e inquietaban la mente alumbrando
la imaginación despierta.
Uno de los vales de pan -tahona de Diocle-
para que comieran, tomaba yo de la caja
de zapatos donde los guardaban mis padres.


(Parte 1 e 3)

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